domingo, 26 de febrero de 2017

El Borracho


Se llamaba Henry y lo conocí en la final del torneo municipal de ajedrez del año 1988.  Era uno de esos jugadores que estaba en el promedio, pero que cuando menos se pensaba daba partidas brillantes.  Yo también estaba en el promedio.  Todos éramos del promedio, a excepción de don Ever y Ratón que estaban muy por encima.  Y como ellos no participaron ese año, Henry y yo, llegamos a la final. Ya me habían advertido que el borracho aprovechaba su Parkinson para tumbar las fichas y desconcentrar,  y efectivamente la partida fue un desastre, en el que para no tener que pelear acordamos tablas.   Así fue como viajamos juntos al intermunicipal en Jericó, a representar a Támesis. Henry eliminado a la primera y yo en la segunda ronda.  Un día y una noche en la que Henry fue quizá el hombre más feliz del mundo.

A partir de ahí nos encontrábamos casi siempre los miércoles, que es el día más solitario de Támesis y del que no se sabe por qué, en las noches, casi siempre hay neblina. Y en las escalas del atrio de la iglesia parece que se diera un encuentro de fantasmas, pues cada generación tiene un grupo de personas que deciden salir al parque solamente los miércoles en la noche. Yo fui de esos durante una época.

Llagábamos a la cita como saliendo de una nube. Henry era como de 170, flaco y de rostro alargado, los ojos eran brillantes y un tanto hundidos y las orejas se alcanzaban a pronunciar más de lo normal; caminaba un tanto encorvado y usualmente derramaba cosas,  pero tenía la alegría y la inocencia como un aura de belleza inapagable. De alguna forma su infancia se detuvo cuando adquirió Parkinson y lo devolvieron de la escuela. Por eso nunca supo leer ni escribir, aunque leía partidas de ajedrez. Sin embargo aprendió a sacarle provecho al tumbao para caminar y se reía del apodo que le habían puesto los “patos” del pueblo: El borracho.  Pero el borracho, además de la infancia en el alma y la risa cotidiana, estaba lleno de valor, era un hombre temerario que a pesar de su dificultad se le media al billar, a las cartas, al fútbol, al atletismo y a cualquier actividad a la que se invitara, porque él por dentro era igual a todos. Se conseguía el dinero haciendo cometas y globos y él solo caminaba kilómetros y se adentraba en los matorrales buscando varillas para las cometas que vendía por encargo.

Sin embargo el deterioro del cuerpo le fue menguando y los miércoles conversábamos menos de aventuras y de sueños, porque Henry hubiese podido ser ingeniero o matemático, pero la crueldad de la época y del entorno sólo le permitía sueños siempre más pequeños. El último, y con el que se obsesionó casi diez años fue el de tener una novia.   Y se redujo tanto su espectro de posibilidades reales que terminó convirtiéndose en un creyente fervoroso que iba dos veces al día a misa pidiéndole a Dios el milagro de una novia. Ese fue el último secreto que me contó.

Yo estaba lejos cuando supe que el borracho había muerto. Comprendí que Henry había renunciado a la esperanza Y sólo pude encerrarme a leer entre sollozos, un poema que  había escrito cuatro años atrás.


PARKINSON

Poseo la maldición de derramarlo todo
y la humildad de la sal.

Pienso siempre y busco formas
de saltar el muro de mi cuerpo
y soy derrotado diariamente.

Empiezo a odiar a las mujeres
que me buscan sólo a la hora del reposo,
mendigas de ternura para calmar noches
de embriaguez y de lujuria con sus amantes.

Déspotas amigas ciegas a mi soledad
que me lisian  con su amor de ángeles,
que tocan a mi corazón como viajeros
en busca de posada
y me dejan en desorden toda el alma.

Pero me llena de vida la esperanza
de una que sea capaz de jugarse la honra
tras las cortinas del  amanecer

dejándome una rosa florecida en todo el pecho.

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