Se llamaba Henry y lo conocí en la final
del torneo municipal de ajedrez del año 1988.
Era uno de esos jugadores que estaba en el promedio, pero que cuando
menos se pensaba daba partidas brillantes.
Yo también estaba en el promedio.
Todos éramos del promedio, a excepción de don Ever y Ratón que estaban
muy por encima. Y como ellos no
participaron ese año, Henry y yo, llegamos a la final. Ya me habían advertido
que el borracho aprovechaba su Parkinson para tumbar las fichas y
desconcentrar, y efectivamente la
partida fue un desastre, en el que para no tener que pelear acordamos
tablas. Así fue como viajamos juntos al
intermunicipal en Jericó, a representar a Támesis. Henry eliminado a la primera y yo en la segunda ronda.
Un día y una noche en la que Henry fue quizá el hombre más feliz del
mundo.
A partir de ahí nos encontrábamos casi
siempre los miércoles, que es el día más solitario de Támesis y del que no se
sabe por qué, en las noches, casi siempre hay neblina. Y en las escalas del atrio
de la iglesia parece que se diera un encuentro de fantasmas, pues cada
generación tiene un grupo de personas que deciden salir al parque solamente los
miércoles en la noche. Yo fui de esos durante una época.
Llagábamos a la cita como saliendo de
una nube. Henry era como de 170, flaco y de rostro alargado, los ojos eran
brillantes y un tanto hundidos y las orejas se alcanzaban a pronunciar más de lo
normal; caminaba un tanto encorvado y usualmente derramaba cosas, pero tenía la alegría y la inocencia como un aura de belleza inapagable.
De alguna forma su infancia se detuvo cuando adquirió Parkinson y lo
devolvieron de la escuela. Por eso nunca supo leer ni escribir, aunque leía
partidas de ajedrez. Sin embargo aprendió a sacarle provecho al tumbao para
caminar y se reía del apodo que le habían puesto los “patos” del pueblo: El
borracho. Pero el borracho, además de la
infancia en el alma y la risa cotidiana, estaba lleno de valor, era un hombre
temerario que a pesar de su dificultad se le media al billar, a las cartas, al
fútbol, al atletismo y a cualquier actividad a la que se invitara, porque él
por dentro era igual a todos. Se conseguía el dinero haciendo cometas y globos
y él solo caminaba kilómetros y se adentraba en los matorrales buscando
varillas para las cometas que vendía por encargo.
Sin embargo el deterioro del cuerpo le
fue menguando y los miércoles conversábamos menos de aventuras y de sueños,
porque Henry hubiese podido ser ingeniero o matemático, pero la crueldad de la
época y del entorno sólo le permitía sueños siempre más pequeños. El último, y con
el que se obsesionó casi diez años fue el de tener una novia. Y se redujo tanto su espectro de
posibilidades reales que terminó convirtiéndose en un creyente fervoroso que
iba dos veces al día a misa pidiéndole a Dios el milagro de una novia. Ese fue el último
secreto que me contó.
Yo estaba lejos cuando supe que el
borracho había muerto. Comprendí que Henry había renunciado a la esperanza Y sólo
pude encerrarme a leer entre sollozos, un poema que había escrito cuatro años atrás.
PARKINSON
Poseo la maldición de derramarlo todo
y la humildad de la sal.
Pienso siempre y busco formas
de saltar el muro de mi cuerpo
y soy derrotado diariamente.
Empiezo a odiar a las mujeres
que me buscan sólo a la hora del reposo,
mendigas de ternura para calmar noches
de embriaguez y de lujuria con sus amantes.
Déspotas amigas ciegas a mi soledad
que me lisian con su amor de ángeles,
que tocan a mi corazón como viajeros
en busca de posada
y me dejan en desorden toda el alma.
Pero me llena de vida la esperanza
de una que sea capaz de jugarse la honra
tras las cortinas del amanecer
dejándome una rosa florecida en todo el
pecho.
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