En
las épocas del M-19, cuando parecía que la guerrilla había encontrado una
manera elegante para confrontar las estructuras del Estado. En Támesis decían que los del movimiento 19
de abril (M-19) no podían entrar, porque allí ya existía, el M-5
En
realidad era “Eme jinco” o “Jinco”. Un personaje que al parecer pasaba
desapercibido, pero que se ganó el corazón de toda la población.
Así
es la popularidad en los pueblos. Sólo le pertenece a quienes no les importa, a
quienes van por ahí haciendo mandados o dedicados a la vida contemplativa y a
los que algunos nombran como bobos o locos. Pero que a veces parecen venidos de
otro tiempo o de otro planeta, a confrontar las irracionalidades de la cordura.
Eso
lo deberían saber los politiqueros que creen que por gastar fortunas en
publicidad, pueden soñar con ser populares y queridos ignorando que el cariño
de las gentes, nada tiene que ver con votos electorales. Deberían saber que esa
posición social, la de queridos por todo el pueblo, es para algunos pocos y que
a cualquiera que se crea importante, nunca le será permitida, que siempre habrá
muchas personas que no les querrán y al contrario, les odiaran, y sobre todo, y
esto les horroriza, que serán olvidados.
Pues para ser amado por todo un pueblo se necesita vivir toda la vida en
ese pueblo pasando desapercibido pero estando.
Desde
el punto de vista de la racionalidad práctica, Jinco era absolutamente
insignificante. Dormía en una zanja, en un lugar totalmente inapropiado, pues
era paso de estudiantes, los seres más despiadados sobre la tierra. Sin
embargo, su cambuche, permanecía intacto.
Salía desde temprano con un pocillo de lata a pedir un poco de café
antioqueño, un tinto. Y como era media lengua decía: “eme tinto”. O, en algunos
casos, pedía el dinero para comprar su café diciendo: “eme jinco, pala un tinto”. De ahí que le llamaran Jinco.
Posiblemente
su tiempo se detuvo en la época en que un tinto valía cinco centavos. Se quedó
niño y por eso nunca envejeció, aunque murió como a los sesenta años pero
joven.
Nunca
se supo de qué se alimentaba pues solo pedía y tomaba café, pero todos los
estudiantes juran que le veían comiendo trozos de pared de esas de cal y
bahareque.
De
uno cincuenta, descalzo, con pantalón y camisa siempre de talla más grande a la
suya, deambulaba sonriente, sin dientes, sin miedos, con ojos negros brillantes
y mirada de ángel, cabello corto y descuidado, rostro marcado por la intemperie
y por algo de mugre acumulada y el infaltable tarro o pocillo, como único
acompañante.
Nunca
se le vio triste o enojado. Se le recuerda como una sombra o como una estrofa de
canción que dice “quielo tomal tinto”,
“eme jinco pala un tinto”.
Y
dicen que una mañana simplemente amaneció muerto.
Pero
los pueblos, tienen extrañas y sabias formas
de poner su impronta en las páginas de la historia, cuando intuyen que
algo podría correr el riesgo del olvido.
Ocurre
que en Támesis, los funerales tienen
además de todo el simbolismo alrededor del luto y de la muerte, una forma
cuantitativa de sumar el reconocimiento a una persona, y de la cantidad de gente que acompañe el
féretro al cementerio se puede medir el grado de importancia social que
representaba el difunto, contando en la historia municipal, algunos entierros
de grandes personajes de la curia, política, la milicia o las letras, a los que
podría decirse de acuerdo al acompañamiento en el entierro, que verdaderamente
eran ilustres.
Cuando
Jinco no hubo publicidad, ni llamados. La noticia de la hora del entierro pasó de boca en boca, de casa en casa. Y al momento indicado, lentamente, vestidos
como para un acontecimiento de domingo, fueron saliendo uno a uno todos los
habitantes de Támesis, logrando que en la historia de este municipio se diga
que el entierro más acompañado, ha sido el de “jinco”.
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