sábado, 11 de febrero de 2017

Oh negra y larga partida

    


De adulto supe que la inteligencia se mide por la rapidez en se toma una decisión. Tomar la mejor decisión en el menor tiempo posible, es sin duda, la medida de la inteligencia. Y en un ejercicio de autocrítica, recordé una historia de la infancia.
En mi niñez, que duró hasta los diez y siete, dábamos vueltas al parque de Támesis los domingos. 

El parque de la plaza es un cuadrado de unos cincuenta metros por cada lado, cercado con hierro forjado y con una puerta en el centro de cada punto cardinal. Se llama el parque Caldas en homenaje a Francisco José de Caldas, y en la parte frontal tiene incrustado en el muro un podio para banderas en el que está dibujada en hierro una O negra y alargada, partida en el centro, que significa: Oh larga y negra partida. Tiene el parque, adentro, un kiosco en el que se vivió durante muchos años una costumbre musical y social, y era que allí, los domingos,  se acomodaba la banda de música del pueblo,  la Santa Cecilia, y a eso de las siete y cuarto, cuando terminaba la misa de seis y treinta, daban inicio a un concierto al que llamábamos Retreta, y todos empezábamos a marchar alrededor del parque, pero no en la misma dirección, los hombres hacia la derecha y las mujeres hacia la izquierda. Era un ritual en el que a cada vuelta había miradas, coqueteos, desprecios y acuerdos sutiles, unos códigos que con el tiempo todos íbamos aprendiendo a manejar. Por ejemplo una mirada con sonrisa era una puerta abierta, una invitación a acercarse; una mirada de soslayo, de perfil, era una notificación de que se le tenía en lista, que se le consideraba pero en otra ocasión; una mirada con sacudida de cabello, voliada de pelo, era una especie de reto, un desprecio en el que si bien, se le confirmaba al otro que se le tenía en cuenta, también se le increpaba el atrevimiento, la ocurrencia de pensar que podrían tener algo; pero la peor señal de todas era la indiferencia, pasar sin mirar cortaba de raíz cualquier posibilidad de caminar, salir juntos, compartir  un helado, un café con leche, comer papitas fritas, ir a la discoteca, o ser novios, casarse y tener hijos.

La historia que voy a contar es la de cómo estelita se convirtió en mi amor platónico.

Habíamos compartido la banca en la misa, y cuando llegó la hora de darse el saludo de la paz –que por cierto era el momento que todos esperábamos- nos miramos a los ojos mientras decíamos de memoria: la paz esté contigo.
Salimos cada uno por su lado y nos encontramos en la vuelta al parque justo en el podio de banderas. Recuerdo que me miró y me sonrió y que no tuve el valor de acercarme de inmediato y seguí de largo pensando que en la próxima vuelta me le acercaría y la invitaría a un helado, y al encontrarnos de nuevo sonrió igual; el corazón se me quería salir del pecho y las piernas siguieron caminando solas, sonreí como un estúpido mientras me alejaba sin querer, y resignado, preparaba la acción para la tercera vuelta, pero no la volví a ver ni en la tercera, ni en la cuarta, ni en la vigésima octava vuelta de ese domingo. 

Al lunes fui a buscarla a la propia casa en un arrebato de valentía y determinación, estaba decidido a no   titubear al visitarla, o invitarla a salir o cuadrar una cita.  Llegué hasta su puerta, contuve la respiración y pinché el timbre. Era uno de esos timbres ruidosos, un primo hermano de los timbres de colegio. Hundí el botón  y se quedó pegado, se trabó. Del otro lado se escuchaba el alboroto y la voz de don Jaime, su papá, mientras se acercaba gritando “Quien estará pegado de ese timbre”… y sin dudarlo, salí corriendo. Corrí con todas las fuerzas hasta doblar la esquina y cuando me detuve sentí un cubo de hielo en el estómago, un frio como de muchas mariposas muertas o de una implosión del hígado… como si supiera que el amor de estelita haría parte de los lugares imposibles, que se hubiera  alojado en otra galaxia para siempre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

.......