lunes, 29 de mayo de 2017

San Antonio y la guerrilla


En junio se celebran las fiestas de San Antonio de Padua en Támesis.  Anteriormente eran nueve días de fiesta y pólvora.  Se repartían los días entre entidades, gremios e instituciones para que coordinaran las actividades y los dos últimos eran asignados a los comerciantes y a los carniceros. El último que era el de los carniceros era un espectáculo vertiginoso, ellos garantizaban además de los tradicionales castillos, las granadas, los voladores  y los paracaídas, la vaca loca, y los borrachos que eran voladores sin palo.
Todas las mamás nos decían: ¡cuidado se le mete a la vaca loca¡ y era como decirnos hágale.  La vaca loca era un cajón de madera cubierto de pólvora y con tres antorchas, dos como cachos y otra a manera de cola que siempre se alzaba en hombros algún muchacho corpulento, y a toda fuerza salía corriendo embistiendo a diestra y siniestra como si fuera corraleja. Por el otro lado, la chinchamenta, nosotros,  le lanzábamos piedras y pepas de mango.  Porque las fiestas coincidían con la cosecha de mango y mamoncillo. 
Las fiestas eran nocturnas, después de misa todo el pueblo se apostaba en el parque y en las escalas del atrio a ver quemar los castillos que aran guaduas con juegos pirotécnicos unidos por una mecha que los iba encendiendo en escala uno tras otro de forma ascendente. Tendidos de voladores que salían simultáneamente, aros de luces que giraban lanzando chispas, lucecitas que desplegaban letreros, carros, muñecos y artefactos que lanzaban tacos de fuego y al final una rueda cargada de chorros de luz. 
El ritual consistía en que apagaban las lámparas del parque para encender los castillos, y de ipsofacto se veían nubes de pepas de mamoncillo, pues cada uno de nosotros se gastaba la ración en bolsitas de esta fruta. Se rumiaban y en la misma bolsa se guardaban las pepas para lanzar sin importar a quien y, no faltaba el que también tiraba pepas de mango. Cualquiera que tuviera entre 12 y 17 años tenía licencia para descalabrar y para ser descalabrado.
La infancia y la adolescencia de un tamesino debe tener algún recuerdo de una quemada o de un guarapazo de mamoncillo en fiestas de San Antonio. Así como de carreras tras las varas de los voladores para luego con ellas atrapar los paracaídas, unas lucecitas que caían lento porque tenían un  paracaídas de plástico de colores.  Un tesoro canjeable en el colegio.
El año dos mil uno fue el último con vértigo. A partir de entonces se asumió la responsabilidad de no quemar la plata en pólvora y de no arriesgar la salud de los niños, jóvenes y adultos.  Era como si se hubiera descubierto que los niños y los adolescentes ya no eran los de antes, que parecían a prueba de caídas, guarapazos, quemadas y serenos y no se sabe cómo, salían siempre bien librados de semejantes riesgos. Pero ese año  quedó para la historia un cuento monumental:
Era el último día. Estaban reunidos unos cinco mil tamesinos. Los castillos estaban dispuestos. Eran cinco y en la mitad estaba el de tirofijo.  un castillo casi emblemático en el que ponían dos muñecos, uno azul y otro rojo a darse bala, un muñeco representaba a tirofijo y el otro a sangre negra, cada uno tenía un cañón y de este salían bolas de fuego dirigidas al público.  Todo estaba listo y de pronto se escuchó un murmullo “se entró la guerrilla”. 
Era un comentario que  había salido desde Santa Ana, bajando por Sergios, hasta Saratoga y Puntabrava; había pasado por la casa de la cultura, el hotel Turismo y la discoteca la Barra para llegar al parque como un polvorín.
Era un susurro entre la multitud, hasta que el padre Rodrigo dijo desde el atrio por el micrófono: “tengan clama, pero parece que se entró la guerrilla” y ahí si reventó el pánico.  Un grupo de paramilitares, porque cuendo eso, eran permitidos,  salieron corriendo rumbo a la salida del pueblo, el alcalde se empretinó una pistola y salió corriendo para el comando, pero prefirió meterse a la gallera, porque le pareció más segura. A una señora que vende fritos se le cayó una pipeta del susto y eso empeoró la situación porque gritaron: ya están tirando pipetas.  Unos se chocaban entre otros. Y en medio del pánico se formaron grupos que se escondieron en las afueras del parque. Zapatos, tacones y chanclas quedaron  enredadas en las rejas de desagüe, algunas con dedo y todo, y no podía faltar el gracioso que le echó candela a los castillos agravando todo. A los pocos minutos llegó un avión fantasma y un helicóptero artillado, que de haber llegado antes hubiera podido sorprender a tirofijo dando bala. Pero ya no quedaba sinó el humo y la imagen del parque desierto de Támesis. Un pueblo conservador que toda la vida le tuvo miedo a las guerrillas. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

.......