En junio se celebran las fiestas de San
Antonio de Padua en Támesis. Anteriormente
eran nueve días de fiesta y pólvora. Se
repartían los días entre entidades, gremios e instituciones para que
coordinaran las actividades y los dos últimos eran asignados a los comerciantes
y a los carniceros. El último que era el de los carniceros era un espectáculo
vertiginoso, ellos garantizaban además de los tradicionales castillos, las
granadas, los voladores y los paracaídas, la vaca loca, y los borrachos que eran voladores sin palo.
Todas las mamás nos
decían: ¡cuidado se le mete a la vaca loca¡ y era como decirnos hágale. La vaca loca era un cajón de madera cubierto
de pólvora y con tres antorchas, dos como cachos y otra a manera de cola que
siempre se alzaba en hombros algún muchacho corpulento, y a toda fuerza salía
corriendo embistiendo a diestra y siniestra como si fuera corraleja. Por el
otro lado, la chinchamenta, nosotros, le
lanzábamos piedras y pepas de mango.
Porque las fiestas coincidían con la cosecha de mango y mamoncillo.
Las fiestas eran
nocturnas, después de misa todo el pueblo se apostaba en el parque y en las
escalas del atrio a ver quemar los castillos que aran guaduas con juegos
pirotécnicos unidos por una mecha que los iba encendiendo en escala uno tras
otro de forma ascendente. Tendidos de voladores que salían simultáneamente,
aros de luces que giraban lanzando chispas, lucecitas que desplegaban letreros,
carros, muñecos y artefactos que lanzaban tacos de fuego y al final una rueda
cargada de chorros de luz.
El ritual consistía en
que apagaban las lámparas del parque para encender los castillos, y de
ipsofacto se veían nubes de pepas de mamoncillo, pues cada uno de nosotros se
gastaba la ración en bolsitas de esta fruta. Se rumiaban y en la misma bolsa se
guardaban las pepas para lanzar sin importar a quien y, no faltaba el que
también tiraba pepas de mango. Cualquiera que tuviera entre 12 y 17 años tenía
licencia para descalabrar y para ser descalabrado.
La infancia y la adolescencia
de un tamesino debe tener algún recuerdo de una quemada o de un guarapazo de
mamoncillo en fiestas de San Antonio. Así como de carreras tras las varas de los
voladores para luego con ellas atrapar los paracaídas, unas lucecitas que caían
lento porque tenían un paracaídas de
plástico de colores. Un tesoro canjeable
en el colegio.
El año dos mil uno fue
el último con vértigo. A partir de entonces se asumió la responsabilidad de no
quemar la plata en pólvora y de no arriesgar la salud de los niños, jóvenes y
adultos. Era como si se hubiera
descubierto que los niños y los adolescentes ya no eran los de antes, que parecían
a prueba de caídas, guarapazos, quemadas y serenos y no se sabe cómo, salían
siempre bien librados de semejantes riesgos. Pero ese año quedó para la historia un cuento monumental:
Era el último día.
Estaban reunidos unos cinco mil tamesinos. Los castillos estaban dispuestos.
Eran cinco y en la mitad estaba el de tirofijo. un castillo casi emblemático en el que ponían
dos muñecos, uno azul y otro rojo a darse bala, un muñeco representaba a tirofijo y el otro a sangre negra, cada uno tenía un cañón y de este salían bolas
de fuego dirigidas al público. Todo estaba
listo y de pronto se escuchó un murmullo “se entró la guerrilla”.
Era un comentario que había salido desde Santa Ana, bajando por
Sergios, hasta Saratoga y Puntabrava; había pasado por la casa de la cultura,
el hotel Turismo y la discoteca la Barra para llegar al parque como un
polvorín.
Era un susurro entre la
multitud, hasta que el padre Rodrigo dijo desde el atrio por el micrófono:
“tengan clama, pero parece que se entró la guerrilla” y ahí si reventó el
pánico. Un grupo de paramilitares, porque cuendo eso, eran permitidos, salieron corriendo rumbo a la salida del
pueblo, el alcalde se empretinó una pistola y salió corriendo para el comando,
pero prefirió meterse a la gallera, porque le pareció más segura. A una señora
que vende fritos se le cayó una pipeta del susto y eso empeoró la situación
porque gritaron: ya están tirando pipetas.
Unos se chocaban entre otros. Y en medio del pánico se formaron grupos
que se escondieron en las afueras del parque. Zapatos, tacones y chanclas
quedaron enredadas en las rejas de
desagüe, algunas con dedo y todo, y no podía faltar el gracioso que le echó
candela a los castillos agravando todo. A los pocos minutos llegó un avión
fantasma y un helicóptero artillado, que de haber llegado antes hubiera podido
sorprender a tirofijo dando bala. Pero ya no quedaba sinó el humo y la imagen
del parque desierto de Támesis. Un pueblo conservador que toda la vida le tuvo
miedo a las guerrillas.
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