domingo, 7 de mayo de 2017

Tocayo


De todos los misterios que tiene el universo, el de la muerte es el más cercano y azaroso porque llega de manera inexorable a cada quien.  Todos esperamos a la parca y la mayoría con pavor. Supe de alguien que cuando sabía que en alguna casa había velorio, se ubicaba en un punto opuesto; al lado contrario del pueblo, pues siempre trataba de estar lo más lejos posible de la pelona. Todo lo contrario de Tocayo Orozco, un tamesino que desde que era adolescente acompañaba entierros; siempre se hacía al lado izquierdo del cajón y ayudaba a cargar el ataúd aprovechando que era fuerte y alto y podría decirse que llevó al cementerio generaciones enteras.

En todos los entierros de Támesis estaba Tocayo poniéndole el hombro a la muerte y recorriendo las ocho cuadras de la carrera Bolívar, una vía que va directo de la iglesia a la playa –por donde vivía primo Montoya-, y sigue hacia el Sacatin, -por donde vivía Ana Tilde-  y luego, pasando por el hospital, llega al alto de la sentencia –nombrado de esa manera porque desde ahí salía la procesión de palos el jueves santo-, y sigue hasta  al puente de Boyacá –que no se sabe por qué se llama así- pero por ahí se entra a la zona, o al barrio, como se le conoce al putiadero del pueblo, la entrada queda a la derecha, antes de subir la loma que va directo a la calle del cementerio, una cuadra amurallada a la derecha con cerca de cemento,   con anden y con una puerta grande de hierro en el centro, es una calle larga y plana, totalmente recta y era la que utilizaba el profesor Pablo Santa, en los tiempos en que el liceo no tenía pista atlética, para llevarnos a correr los cien metros planos en sus clases de educación física. Cuando eso el liceo se llamaba Rafael J. Mejía, hoy se llama Institución Educativa San Antonio de Padua como si no hubiera suficientes San Antonios en Támesis.

Tocayo Orozco era un hombre amable y enigmático. Había desarrollado una solidaridad casi mística y muy agradecida en los pueblos. Acompañar los difuntos hasta su última parada, de tal manera que cada tamesino podía tener la certeza de que a su funeral asistirían sus familiares y Tocayo Orozco. Su casa estaba ubicada en medio de la ruta fúnebre, entre la playa y el Sacatín, y ahí en la casa, a todo el frente de  donde vivía Henry el borracho, tenía  su espacio de trabajo, una sastrería. Y en la parte posterior de la puerta varios cartones. En ellos guardaba una estadística de las muertes del pueblo a punta de rayitas. Si era muerte natural hacía una raya, si era un hombre asesinado la raya llevaba un punto arriba; si era una mujer asesinada o suicida la raya tenía un punto en el medio y si era un hombre que se había suicidado, la raya llevaba un punto abajo. Si era familiar o muy cercano la raya era roja.

Más de cinco mil muertes quedaron registradas mostrando variaciones sociales, por ejemplo, las consecuencias de la mano negra en los ochentas, cuando empezaron a matar de manera selectiva entre la policía secreta y los escopeteros, o matones a sueldo del pueblo, pero sobre todo  recordándonos que la vida es tan simple como un pedazo de cartón y que morir no es un suceso de otro mundo, que es casi tan natural como crecer. Que somos una raya o un punto en la matemática celeste, y que en algún lado nos cuentan al nacer y en otro nos cuentan al morir.


La cuenta de Tocayo se detuvo cuando le llegó el turno, hace ya como diez años. Y vea qué ironía. El funeral fue en la tarde. Una tarde triste, en la que llovió, y llovió tanto que el agua espantó la concurrencia, haciendo que al entierro de Tocayo Orozco no asistiera mucha gente.



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