De todos los misterios
que tiene el universo, el de la muerte es el más cercano y azaroso porque llega
de manera inexorable a cada quien. Todos
esperamos a la parca y la mayoría con pavor. Supe de alguien que cuando sabía
que en alguna casa había velorio, se ubicaba en un punto opuesto; al lado
contrario del pueblo, pues siempre trataba de estar lo más lejos posible de la
pelona. Todo lo contrario de Tocayo Orozco, un tamesino que desde que era
adolescente acompañaba entierros; siempre se hacía al lado izquierdo del cajón
y ayudaba a cargar el ataúd aprovechando que era fuerte y alto y podría decirse
que llevó al cementerio generaciones enteras.
En todos los entierros
de Támesis estaba Tocayo poniéndole el hombro a la muerte y recorriendo las
ocho cuadras de la carrera Bolívar, una vía que va directo de la iglesia a la
playa –por donde vivía primo Montoya-, y sigue hacia el Sacatin, -por donde
vivía Ana Tilde- y luego, pasando por el
hospital, llega al alto de la sentencia –nombrado de esa manera porque desde ahí
salía la procesión de palos el jueves santo-, y sigue hasta al puente de Boyacá –que no se sabe por qué se
llama así- pero por ahí se entra a la zona, o al barrio, como se le conoce al
putiadero del pueblo, la entrada queda a la derecha, antes de subir la loma que
va directo a la calle del cementerio, una cuadra amurallada a la derecha con
cerca de cemento, con anden y con una puerta grande de hierro en
el centro, es una calle larga y plana, totalmente recta y era la que utilizaba
el profesor Pablo Santa, en los tiempos en que el liceo no tenía pista atlética,
para llevarnos a correr los cien metros planos en sus clases de educación
física. Cuando eso el liceo se llamaba Rafael J. Mejía, hoy se llama Institución
Educativa San Antonio de Padua como si no hubiera suficientes San Antonios en Támesis.
Tocayo Orozco era un
hombre amable y enigmático. Había desarrollado una solidaridad casi mística y
muy agradecida en los pueblos. Acompañar los difuntos hasta su última parada,
de tal manera que cada tamesino podía tener la certeza de que a su funeral
asistirían sus familiares y Tocayo Orozco. Su casa estaba ubicada en medio de
la ruta fúnebre, entre la playa y el Sacatín, y ahí en la casa, a todo el
frente de donde vivía Henry el borracho,
tenía su espacio de trabajo, una
sastrería. Y en la parte posterior de la puerta varios cartones. En ellos
guardaba una estadística de las muertes del pueblo a punta de rayitas. Si era
muerte natural hacía una raya, si era un hombre asesinado la raya llevaba un
punto arriba; si era una mujer asesinada o suicida la raya tenía un punto en el
medio y si era un hombre que se había suicidado, la raya llevaba un punto abajo.
Si era familiar o muy cercano la raya era roja.
Más de cinco mil
muertes quedaron registradas mostrando variaciones sociales, por ejemplo, las
consecuencias de la mano negra en los ochentas, cuando empezaron a matar de
manera selectiva entre la policía secreta y los escopeteros, o matones a sueldo
del pueblo, pero sobre todo recordándonos que la vida es tan simple como
un pedazo de cartón y que morir no es un suceso de otro mundo, que es casi tan
natural como crecer. Que somos una raya o un punto en la matemática celeste, y que en algún lado nos cuentan al nacer y en otro nos cuentan al morir.
La cuenta de Tocayo se
detuvo cuando le llegó el turno, hace ya como diez años. Y vea qué ironía. El
funeral fue en la tarde. Una tarde triste, en la que llovió, y llovió tanto que
el agua espantó la concurrencia, haciendo que al entierro de Tocayo Orozco no
asistiera mucha gente.
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