No
se cómo crecerán las generaciones actuales pero las de antes supimos de la
libertad que representa ser de pueblo. En mi caso los linderos estaban marcados
por ríos a los que se iba a nadar o a pescar. Por el norte estaba el rio Frio
donde se pescaban sabaletas, se acampaba y se nadaba. Por el occidente estaba el San Antonio en
donde se pescaban capitanes y briolas y se arriesgaba la vida saltando entre
rocas. Por el sur estaba el charco de la araña, donde los valientes se lanzaban
en clavados y las muchachas se bañaban con ropa en los paseos de los miércoles,
y por el oriente estaba el Cartama o Pescadero donde se pescaba poco pero se
nadaba mucho.
Salir
para el Pescadero era una de las mejores aventuras porque eran más de diez kilómetros
por caminos, mangas, cafetales y trochas, todas en bajada, en las que se cruzaban
fincas y lotes de dueños sin egoísmo que permitían el libre paso y además el
libre consumo de naranjas, mandarinas, papayas, guamas, churimas, mangos,
mamoncillos, zapotes y cualquier tipo de fruta que diera la tierra, porque en esa
zona se producía casi que de todo.
Uno
se terciaba el bolso del colegio pero sin cuadernos, empacaba la navaja y le
decía a la mamá: chao, me voy a andar, y ella preguntaba a dónde y con quiénes
y sin más echaba la bendición. Y nos íbamos en grupos de tres casi siempre,
porque tres era la medida de la fraternidad que habíamos descubierto. Sin un
peso en el bolsillo sabiendo que a la subida, que era la difícil, lo mejor era
por la carretera, y nunca faltaba el camión o la volqueta que recogía paseantes
pelados.
Erámos
pelaos y muy felices. A veces llegábamos a la casa con bultos llenos de mangos
o de plátanos y yuca, porque si uno pedía en alguna finca frutas, le daban para
llevar y le encimaban plátanos.
Solamente
estaba prohibido el cacao, el café, los chócolos y las gallinas, si alguien
llegaba de paseo con cosas de estas, era ladrón.
En
pescadero había muchos árboles de churimas justo al frente de los charcos. La Churima es una especie de guama pero en
miniatura. Para quien no conoce la guama, porque los hay, explico que es una
vaina grande de color verde, haga de cuenta una vaina de arvejas pero de dos
cuartas de larga y por ahí de cuatro centímetros de ancha, que tiene en su
interior en varios compartimentos 4, 5 , 6 y hasta más semillas cubiertas con
una especie de algodón dulce y jugoso.
Una
vez salimos de paseo como siete peladitos, todos con edades entre 12 y 14 años;
llegamos al pescadero, tiramos baño, jugamos y comimos churimas hasta más no
poder. Llegamos a la casa como a las siete de la noche y a las nueve se regó el
cuento de que Alejandro, uno de los del paseo, estaba desesperado con cólicos y
con la barriga hinchada, así que la mamá de Alejandro nos hizo ir a todos a su
casa para interrogarnos mientras su hijo se retorcía de dolor. Milevo que era
el más pequeño hizo un cometario que puso en alerta a la señora: dijo que Alejandro
se comía las churimas enteras, que no botaba las pepitas. Entonces la señora
fue a la cocina y llegó con una barra de manteca, puso a Alejandro boca abajo
en una cama, le quitó los pantalones y los pantaloncillos, se embadurnó dos
dedos con la manteca de cerdo y se los metió culo arriba. Y así como cagan las
vacas, fue saliendo una montaña de semillas de churima del pobre niño ultrajado
por su madre frente a un público de cinco niños curiosos y cuatro vecinas que
regaron el chisme. Porque en ese momento sólo hubo asombro y reconocimiento a
la sabiduría de la mamá de alejo. Pero al otro día ese era el chiste de la
cuadra. Y de cuenta de eso, todo el mes alejito libró peleas después de clase con
quien le gritara churimo o manteco, porque no hay nada más cruel que las
escuelas, tanto que Alejandro, antes de dejarse poner el sobrenombre y después de retirarnos la amistad a todos, se
perdió del mapa. Se fue para otro pueblo a vivir donde una tía y nunca más
supimos de él.
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