Cuando el movimiento de cuenteria ocupó los teatros, las plazas, los parques y en general todos los espacios sociales, a finales del siglo XX en Colombia –por no hablar de otros países- a nadie se le ocurrió preguntarse de qué se trataba, porque para todos estaba claro que narrar cuentos oralmente hacía parte de la cotidianidad del ser humano, y sin más, los cuenteros se insertaron en la vida cultural y artística del país.
El discurso de que se trataba de
algo nuevo causó risas en antropólogos, políticos, escritores, gestores
culturales y hasta en los mismos cuenteros, sobre todo en quienes desde la
vertiente del “cuento en la educación” llevaban años contando cuentos para
niños, así que tácitamente se concluyó que el oficio de narrar cuentos, que era
tan antiguo como la humanidad, estaba pasando por un momento de reinvención
escénica, algo así como que narrar oral y escénicamente era usar las
herramientas del teatro para contar cuentos.
Los cuenteros eran imparables jalando
público, creando mecanismos de circulación, obras, festivales y encuentros,
entre más, pero poco claros en los acuerdos conceptuales; y aparecieron
términos sin marcos históricos o epistemológicos como cuentero natural o
cuentero artístico, ente muchos otros. También se tostaron muchos cerebros
tratando de demostrar en tesis de grado o en investigaciones, que el arte de
contar cuentos debe ser reconocido o reivindicado, y otros más afortunados
lograron asociar la cuenteria a las narrativas, la medicina, la intervención
social, etc, digo afortunados, porque lograron finalizar sin tener que demostrar
lo indemostrable, que contar cuentos es
un arte.
Si el teatro cuenta, el cine cuenta,
la literatura cuenta, ¿Cómo alguien puede hacer un marco teórico para definir
el arte de contar cuentos?
Con ese discurso no es posible
abrirse espacios entre la “intelectualidad”, la burocracia y las políticas
públicas, y poco a poco el movimiento de cuentería quedó al vaivén de las
circunstancias, con islas regionales en las que se manejaban discursos propios, unos más
efectivos que otros, pero como movimiento nacional nunca hubo acuerdos.
Las primeras generaciones, los
que iniciaron el boom, los que lograron propiciar y disfrutar de las mieles de
teatros y plazas llenas, seguramente saben que no es el arte de contar cuentos,
sino el arte de narrar oralmente de lo que se trata y aunque no definieran acuerdos conceptuales hay que agradecerles todas las reivindicaciones que han logrado.
A todas estas, después de treinta
y tres años cuando menos, la cuentería va sin teoría propia, con una sensación
de ser un arte escénico que no es teatro, en un país que entiende a las artes
escénicas como el arte teatral y en el que cuando se incluye a la narración
oral o a la cuenteria en la política cultural se le hace bajo la óptica de la
estética teatral, así que cualquier ministro, director de cultura o burócrata
que opine que la narración oral es mal teatro o es una forma que desprecia,
desaprovecha o desdice de su concepción, la de él, de “escena” o de teatro, la
suprime y listo. Lo que es muy mal y además desagradecido, porque el movimiento
de cuentería aunque sea a topa tolondra ha revelado en los imaginarios sociales
una nueva posibilidad artística, económica y estética, pues hace cuarenta años
no se asumía la acción de narrar oral y artísticamente como un oficio digno y
necesario en la cultura y por el que se cobra, sin contar con qué ha llevado a
millones de seres humanos la experiencia de la oralidad dimensionada al arte.
En síntesis, por la poca claridad
teórica de los artistas orales y porque aún no se ha aclarado en el discurso,
que no se trata del arte de contar cuentos, ni del arte de contar cuentos
oralmente, sino del arte oral, un arte que tiene toda la potencia y semiótica de
la oralidad y en el que la escena no es el espacio de la representación, sino
que es el espacio de la comunicación, un arte secular que contiene muchas
formas artísticas entre las que está la narración oral, y que reivindicará a
toda la oralidad, cualquier burócrata la quita y la pone de la lista del fomento a las artes en un
atentado contra la cultura.
En eso estamos.
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